domingo, 30 de marzo de 2014

viernes, 21 de marzo de 2014

Novel al volante

Esta historia es mitad verdad, mitad mentira. Lo que más os guste.


Siempre me ha dado un poco de miedo eso de conducir. Me imponen mucho los accidentes de tráfico y esos anuncios sobre los que al parecer la población ya está insensibilizada.
Por ello he tardado tres años en decidir que mi padre me da pena, por lo de taxista sin remuneración y eso, y finalmente, y tras sudar la gota gorda (por ser verano y tal) he conseguido sacarme el carnet de conducir. O carné, dependiendo del lingüista que lea esto.
Bueno, aun así, me sigue dando respeto la carretera. Supongo que me falta rodaje, si, será eso.

Así que por eso, y poniéndome valiente y chula, he decidido que hoy conducía yo. Mi padre ha aceptado, contento de ponerse atrás, con la mantita, todo cómodo. Mi madre no ha dicho nada, únicamente se ha sentado delante,  porque dice que paso los baches muy rápido y que atrás se sienten demasiado.


Padre ha puesto el Tom-Tom, porque vamos a ir por una ruta por la que nunca hemos ido. Bien, tendré que estar atenta. Aunque bueno, para mí en teoría todo son rutas nuevas.
Espero mientras ponen la L en la parte trasera, arranco el coche y con cien ojos, me pongo en marcha.

La verdad, las señales de la carretera hacen que te entre acojone. El triangulito con el ciervo saltando. Yo nunca lo he visto, pero… ¿Y si de repente me salta un bicho de esos en medio de la carretera? Y ya ni te cuento la vaca.
Doy un salto cuando suena un pitido dentro del coche.


—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? —ay que la he liado.


—Nada, solo te indica que la temperatura afuera baja de los cinco grados —aclaración de padre.

Perfecto. Toma coche moderno. Intento hacer caso omiso de la nueva lucecita y seguir mirando al frente. Por los altavoces sale a todo volumen la música de Amaral, quinta vez que escuchamos el disco. Pero no lo cambian oye, y eso que está medio rayado y de vez en cuando hay lapsus de dos segundos.

—Gire a la derecha —oigo en uno de esos lapsus.

—¿Girar? ¿Dónde? —como una loca empiezo a buscar donde esta ese maldito giro a la derecha, incluso por el lado izquierdo.

—Todavía no, en veinte metros.

¿Y cuanto coño son veinte metros? Si voy a noventa por hora en una recta sin circulación, ¿cuanto tardaré en recorrer veinte metros? Joder, hay que saber hasta matemáticas para conducir…
Porque digo yo, si los veinte metros están lejos, ¿para qué me avisa el bicho de que tengo que girar?

—Solo te prepara —aclaración de padre.

Pues no me siento preparada. Me siento estresada. Sobre todo cuando de la carretera recta empiezan a salir mil y un giros a la derecha. ¿Quién diseña estas cosas?


—¿Ahora? —hago amago de girar el volante.

—Pues… —vacilación de madre— ¿Qué dice la cosa esa?


—La siguiente, la siguiente.

Giro y finalmente respiro hondo sintiéndome como debían sentirse los soldados después de una batalla. Tranquilamente vuelvo a meter tercera y piso el acelerador.


—¿Seguro que es por aquí? Esto me parece muy rural.

—Está asfaltada —comento.

—Pero sí parece un camino de vacas —que no salga ninguna por favor… vuelvo a esperar oír un mu en las proximidades.


—El Tom-Tom dice que es por aquí.

Resoplido de madre. Es bien sabido por todos los miembros de la familia que madre y el Tom-Tom no se llevan bien.
La carretera empieza a estrecharse y poco a poco abandonamos el campo abierto y nos internamos en las montañas. Espero sinceramente que nadie venga en sentido contrario, porque a mí eso de las distancias laterales ya me dijo el profesor que se me daban mal y no quiero empezar rayando el coche a nadie. Sobre todo a mi padre.

—¡Más lento! —grito de madre que me saca de mis pensamientos.

Paso el pie derecho del acelerador al freno y disminuyo la velocidad. Poco a poco, por la frecuencia de las curvas y por la estrechez de la calzada, no me queda más remedio que ir a menos de cuarenta.

—¡Ay! —grito de madre que ha debido de asustar a las posibles vacas que hubiera en las proximidades— ¡Más lento!


—Más lento y se para el coche —me quejo, pero aun así bajo a veinte.


—¿Pero no ves los precipicios que hay? Una curva un poco mal dada y nos vamos para abajo.


—Menos mal que no eres cirujana mama, lo pasarías fatal. Un corte un poco mal dado y la palma.


—No tiene gracia —y vuelve a resoplar—. Si es que… ¡mira esa cosa por donde nos trae! Última vez que le hacemos caso. La pobre niña que se acaba de sacar el carné y mira por donde la traes.

Pienso en los últimos minutos. Yo no me he quejado. Es más, este tramo es hasta divertido, no como la recta con cosas inesperadas. Esto parece un videojuego con todas las curvas iguales, como si estuvieras dando vueltas alrededor de una montaña pequeñita que se está riendo de ti…

—Yo voy bien… —intento decir.

Noto la mirada de madre que me dice que no. Que hay que quejarse, que no es normal que nos traiga el bicho por una carretera en este estado. Que debería de llevarnos por una autopista. Si es que, que poco elitista es este cacharro que nos lleva por carreteras comarcales.
Le siguen a esto múltiples amenazas de asesinato del bicho, que si lo va a tirar por la ventana en cuanto se pare el coche (menos mal, lo único que me faltaba que se pusiera a intentar cogerlo desde el asiento de delante) o que le va dar con un martillo.
Solo le falta la dramatización de “O el Tom-Tom o yo”.

Cuando hemos pasado veinte minutos así, noto que me canso. Padre me anima diciendo que quedan solo tres kilómetros hasta el próximo pueblo. Ignoro si son buenas noticias. Lo bueno que ya puedo ir un poco más rápido tras salir de las recién bautizadas curvas de la muerte.


—¡A cincuenta! —grito de madre.

Tendrían que hacer un estudio sobre la influencia histericida que ejerce el asiento del copiloto en las personas.
A toda velocidad piso el freno y cambio de marchas de nuevo y vuelvo a la raquítica velocidad de cincuenta. ¿Por qué tenían que poner un pueblo aquí? Un segundo después ya hemos pasado el pueblo.

—Puedes ir más rápido —recomendación de padre—. Ya hemos salido del pueblo.

Pero eso que era, ¿un pueblo de broma? ¿De esos que salen en España directo porque tienen de población dos personas y la oveja?
Nos acercamos a un túnel. Mi mano izquierda busca las luces de manera automática. Problemas. No están las luces y el túnel está cada vez más cerca.

—¿Dónde están las luces?

Estoy a punto de pedirle a mi madre que sujete el volante mientras yo las busco cuando esta me dice una revelación.


—Es automático. Se encienden y se apagan solas.

¡Toma ya! Vale, una cosa menos de la que acordarse. Recuerdo a la pobre que se examinó antes que yo que le suspendieron por las luces. ¡JA!
Me pongo a la máxima de la vía y conduzco felizmente sin madre acosándome o el Tom-Tom diciéndome que gire. Entonces, veo por el retrovisor que el coche de atrás se dispone a adelantarme. Bien.
El que viene detrás de él pone también el intermitente. Miro mi velocidad. Sigo yendo a la máxima. Me pasa. Lo mismo pasa unas tres o cuatro veces.
Es oficial. Me siento camión.

—En ciento cincuenta metros coja la segunda salida de la glorieta.

Delante de mí está la glorieta más grande que he visto nunca. ¿Por qué las hacen tan grandes para dos mierda de salidas? Y por cierto, sigo sin entender porque tengo que llamar glorieta a la rotonda de toda la vida. Me parece que hablo de un culto pegajoso.


—¡Por ahí! ¡Por ahí! —gritos de… si, madre.

Casi doy un volantazo, bueno, vale, doy un volantazo, pero bueno, por lo menos con el intermitente puesto (que ya es más de lo que hacen muchos) y me meto en la salida.

—Bueno, de aquí en adelante ya es fácil.

Interpreto esa frase como “ya no te vamos a gritar más, conduce libremente”.

—Hija puedes meter quinta, ahorra.


—Adelanta a este que va muy lento.



Tengo ganas de pegarme cabezazos contra el volante y que el claxon demuestre mi gran frustración. Dios sabe que lo pasé fatal en el examen de conducir. Pero esto… esto es mucho peor.
Alguien llama al teléfono móvil. Madre coge y de repente, me encuentro reviviendo todo el viaje.

—¡Y qué carretera oye! ¡De vacas!

Un kilómetro para llegar. Alguien debería de santificar ese cartel, me ha devuelto a la vida.
Por fin visualizo nuestra casa. Me duele el cuello de la tensión y la rodilla derecha de tanto freno-acelerador. Se ve que estoy en baja forma. La próxima vez tendré que calentar antes de empezar a conducir…
Aparco como puedo, quizás demasiado pegada a la línea izquierda, pero bueno, dentro de las líneas.
Llegamos a casa y bebo un vaso de agua como si hubiera corrido una maratón. Entonces llega mi hermano, sonriente.

—¿Qué tal el viaje?